miércoles, 28 de abril de 2010

MALO




No recuerdo que nos hubieran dado de ese cariño turbio y sucio del que ahora se habla allí en Ciudad Rodrigo donde estudié de pequeño. Tampoco del otro. Lo que sí recuerdo son algunas de las inolvidables hostias que nos llegaban llovidas del cielo por cualquier nimio motivo. Tremendas y muy profanas hostias que en esencia no venían a diferenciarse mucho de las que por aquel entonces repartían en el ring de un televisor en blanco y negro, Urtain o Perico Fernández. O acaso se diferenciaban en que quien nos las regalaba no se atenía a salvadoras campanas ni obedecía deportivas reglas arbitrales. Y también que en lugar de vestir colorido calzón corto, vestía negra sotana.
De aquellas hostias, que hoy servirían desde luego para enchironarlos de inmediato durante una buena temporada en el infierno de los maltratadores, tampoco he oído yo pedir perdón nunca jamás y eso que somos toda una generación los marcados con aquella ruin y cobarde violencia con la que tan gratuitamente ejercitaban su autoridad y sus despreciables métodos de enseñanza que en realidad se reducían al silvestre magisterio de la letra con sangre entra. Y claro, donde decían “letra” ya saben que cabía todo: la disciplina con sangre entra, la liturgia con sangre entra, nuestras ideas con sangre entran, el sueño con sangre entra, el filete ruso con sangre entra, el sistema métrico decimal con sangre entra. Qué mentira.
Sería maravilloso olvidar, pero claro, la memoria es así, empecinada con sus cosas, incontrolable, inoportuna por mucho que algunos se empeñen en instaurar el reinado del Alzheimer colectivo que ayude a cerrar cicatrices. Hubo alguna excepción maravillosa como aquel buen cura que dejaba migas de pan en las ventanas a los gorriones y con el que yo intercambiaba sellos y confidencias sobre mi raquítica vocación espiritual, pero lo que persiste es aquello otro. La cara roja de rabia de los demás, sus dientes apretados y la hostia que llegaba a traición mientras a lo largo del pasillo de la iglesia escapaba resbalando fuera de la muñeca el reloj de pulsera de un cura malo.

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